La psicología de Jesucristo
LIBERTAD DE LOS JUICIOS DE LOS DEMÁS. Jesús está libre de las apariencias de la virtud,
es decir, no le preocupan en absoluto los juicios malévolos y manifiestamente infundados que la gente puede formular sobre
él. Avanza por su camino, incluso a costa del deterioro de su buena fama: “Vino el Hijo del hombre, que come y bebe,
y dicen: Es un comilón y un bebedor de vino, amigo de publicanos y pecadores” (Mt 11, 19). Podría decirse que también
es válida para él mismo la advertencia que dirige a los demás: “Ay cuando todos los hombres dijeren bien de vosotros”
(cf. Lc 6, 26).
LA SENSIBILIDAD DEL ÁNIMO. A menudo ocurre que un espíritu absolutamente autónomo y emancipado
es también árido, indiferente a los males ajenos, dotado de escasa sensibilidad. No es el caso de Jesús: en él, la soberana
libertad, que se ha visto, va unida con una fuerte emotividad y una amplia gama de sentimientos. Por ejemplo, ante la instrumentalización
“teológica” de la desventura, no puede reprimir la ira, como se ve en el episodio del hombre con la mano seca,
que se pone delante suyo precisamente para que lo cure un día sábado y así pueda acusarlo (cf. Mc 3, 1-6). Llama entonces
al pobrecillo al medio, a la vista de todos y -según el texto original- les dirige una mirada airada, entristecido por la
dureza de su corazón.
LA COMPASIÓN. Con mucho más frecuencia, los evangelistas dan cuenta de su compasión por
todas las desgracias humanas. Lo hacen empleando siempre un verbo que en su etimología evoca una conmoción también física:
“sentir compasión”, de “vísceras”. Es un estado de ánimo que experimenta el Salvador al oír el triste
lamento de dos ciegos de Jericó (Mt 20, 34: “Compadecido Jesús”); al ver la angustia de una madre en el funeral
de su hijo único joven (Lc 7, 13: “Viéndola el Señor, se compadeció de ella y le dijo: No llores”); al darse cuenta
de que hay una multitud hambrienta (Mc 8, 1: “Tengo compasión de la muchedumbre, porque hace ya tres días que me siguen
y no tienen qué comer”); al contemplar una humanidad dispersa y extraviada (Mc 6, 34: “Vio una gran muchedumbre,
y se compadeció de ellos, porque eran como ovejas sin pastor”).
LA AMISTAD. Jesús tiene muy vivo el sentido
de la amistad, con todos sus distintos grados de intensidad. Llama “amigos” suyos a los apóstoles (cf. Jn 15,
5). Y es una amistad obsequiosa y diligente, tanto que se preocupa de su excesivo cansancio: “Venid, retirémonos a un
lugar desierto que descanséis un poco” (Mc 6, 31). Entre los doce, siente más intimidad con Pedro, Santiago y Juan,
y quiere tenerlos cerca tanto en el momento resplandeciente de la Transfiguración (cf. Mc 9, 28) como en el dolorosísimo momento
en Getsemaní (cf. Mc 14, 32-42). Sólo a Juan se le asignó la condición de “discípulo que Jesús amaba” (cf. Jn
13, 23; 19, 5; 20, 2; 21, 7, 20). Fuera del círculo apostólico, se da testimonio del gran afecto que sentía por los miembros
de la familia de Betania: “Jesús amaba a Marta y a su hermana y a Lázaro” (Jn 11, 5).
LOS NIÑOS Y LAS
MUJERES. Era conocida la amabilidad de Jesús con los niños: “Presentáronle unos niños para que los tocase, pero
los discípulos los reprendían. Viéndolo Jesús, se enojó (literalmente: “no pudo soportar”) y les dijo: Dejad que
los niños vengan a mí y no los estorbéis porque de los tales es el reino de Dios. Y abrazándolos, los bendijo imponiéndoles
las manos” (Mc 10, 13-16). Manifiesta gran gentileza de ánimo hacia las mujeres y más de una vez interviene en su defensa.
Salva de ser apedreada a la desconocida sorprendida en adulterio (cf. Jn 8, 1-11); elogia, en contra de los pensamientos malignos
del dueño de casa, a la pecadora que durante un banquete ofrecido para él por un fariseo, se atrevió a acercarse a perfumarlo
y bañarlo con sus lágrimas (cf. Lc 7, 36-50); reprende secamente a Judas y otros comensales que criticaban a María, la hermana
de Lázaro, por su gesto inesperado y su excesiva generosidad: “Dejadla; ¿por qué la molestáis? Una buena obra es la
que ha hecho conmigo...” (cf. Mc 14, 6).
EL LLANTO Y LA ALEGRÍA. En Jesús son excepcionales la solidez
psicológica y el dominio de sí mismo. Permanece tranquilo e impávido en medio de una tempestad que amenaza volcar su embarcación
(cf. Mc 4, 35-41). Del mismo modo, con impresionante fuerza de ánimo, enfrenta y casi hipnotiza a la multitud enfurecida de
Nazaret que pretende darle muerte: “Al oír esto se llenaron de cólera cuantos estaban en la sinagoga, y levantándose
le arrojaron fuera de la ciudad, y le llevaron a la cima del monte sobre el cual está edificada su ciudad, para precipitarle
de allí; pero El, atravesando por medio de ellos, se fue” (Lc 4, 28-30). En todo caso, no es un imperturbable gentleman
de la sociedad victoriana, que considere parte del honor no manifestar exteriormente las emociones. Por el contrario, Jesús
no se priva en absoluto de mostrarse alterado, como le ocurre, por ejemplo, ante las lágrimas de María, la hermana de Lázaro:
“Viéndola Jesús llorar... se conmovió hondamente”; “y se turbó”, señala además el evangelista (cf.
Jn 11, 33). Y al pensar en la muerte de su amigo, “prorrumpió en llanto” también él, tanto que los presentes comentan:
“¡Cómo le amaba!” (cf. Jn 11, 35-36). Contemplando Jerusalén desde lo alto, ante la perspectiva de su destrucción,
no puede contener las lágrimas: “Así que estuvo cerca, al ver la ciudad, lloró sobre ella, diciendo: “¡Si al menos
en este día conocieras lo que hace a la paz tuya!” (cf. Lc 19, 41-42).
También se entusiasma, en todo caso, dejándose
contagiar por la alegría de los discípulos, felices de haber llevado a cabo su primera experiencia de evangelización: “Volvieron
los setenta y dos llenos de alegría... En aquella hora se sintió inundado de gozo en el Espíritu Santo y dijo: Yo te alabo,
Padre, Señor del cielo y de la tierra” (cf. Lc 10, 17-21).
Así, Jesús era un hombre capaz de llorar y capaz
de estar contento. El hecho de que lloraba está explícitamente documentado, como se ha visto; y que además estuviese alegremente
en compañía de los demás, se deduce simplemente del placer con que los publicanos, comúnmente gozadores y juerguistas, lo
acogían en su mesa. Cuando estaba con personas cansadas, se ocupaba de apoyarlas; pero ciertamente no acostumbraba probablemente
alterar la serenidad y la alegría de un convite con reflexiones demasiado melancólicas o con alusiones intempestivas al hambre
en el mundo. Ateniéndose precisamente al ejemplo del Señor, San Pablo enunciará para los cristianos la regla de oro del
comportamiento: “Alegraos con los que se alegran, llorad con los que lloran” (Rm 12, 15).
LA "HEBRAICIDAD"
DE JESÚS". Su gran plenitud en lo humano podría llevar a considerarlo un ser tan superior e ideal como para estar más
allá de toda clasificación antropológica y cualquier especificación étnica y cultural: prácticamente un hombre sin raíces
en una sociedad ni nexos. Sin embargo, eso no sería justo. El razona, habla y actúa como auténtico hijo de Israel. Su “hebraicidad”
es indiscutible. Quien no la comprenda, no podría decir que ha captado su verdad efectiva, y sería un identikit de un Cristo
alterado e improbable. La mentalidad, la concepción general y el lenguaje del Nazareno son elementos típicos de su pueblo.
En sus labios, las citas bíblicas son espontáneas y frecuentes. Los nombres más conocidos y amados por sus conciudadanos (Abraham,
Moisés, David, Salomón, Isaías, Jonás) adornan con naturalidad sus discursos. Domina la dialéctica peculiar de los rabinos
y se vale de la misma en sus disputas, como ocurre cuando reduce al silencio a escribas y fariseos partiendo de su propia
interpretación del salmo 110 (cf. Mc 12, 35-37; Mt 22, 41-46). (...)
EL "CORAZÓN". También el corazón de Jesús
es un corazón de hebreo. Tiene un amor especialmente intenso y preferente por su tierra y su pueblo: a su tierra y su pueblo
se siente principalmente enviado: “No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt 15,
24). A su tierra y su pueblo está destinada la primera misión provisional de los apóstoles, que reciben con este fin instrucciones
restrictivas precisas: “No vayáis a los gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; id más bien a las ovejas perdidas
de la casa de Israel” (Mt 10, 5-6). Y ya hemos visto cómo el pensamiento del futuro fin de la ciudad de David lo conmueve
hasta las lágrimas (cf. Lc 19, 41-42).
UN "INTEGRADO". Es un israelita observante, que rinde honor a todas las
tradiciones legítimas de la nación. Asiste, como el resto, todos los sábados a la sinagoga. Todos los años celebra la Pascua
de acuerdo con el rito prescrito. Paga, como todos, el tributo para el templo: “Se acercaron a Pedro los perceptores
de la didracma y le dijeron: ¿Vuestro Maestro no paga la didracma? Y él respondió: Cierto que sí” (cf. Mt 17, 24-25).
Cada cierto tiempo a alguien le gusta incluir a Jesús entre los revolucionarios políticos o los agitadores sociales, pero
los testimonios nos convencen más bien de lo contrario. Si quisiéramos denominarlo de acuerdo con el vocabulario de la destructiva
ideología moderna, deberíamos calificarlo más bien como “integrado”. Respeta todo ordenamiento, incluyendo la
prescripción que atribuía al sacerdote la función de autoridad sanitaria para confirmar la curación de los leprosos: ““Id
y mostraos a los sacerdotes” (cf. Lc 17, 14). Y de hecho no pretende hacer las veces de quien está a cargo de la administración
de la justicia ordinaria: “Díjole uno de la muchedumbre: Maestro, di a mi hermano que parta conmigo la herencia. El
le respondió: Pero, hombre, ¿quién me ha constituido juez o partidor de vosotros?” (Lc 12, 13-14). Así, su “integración”
es tan esperada y total que evita dejarse implicar en la oposición a la presencia romana en suelo judaico, y así reconoce,
al menos en sentido práctico, el derecho del invasor a imponer su moneda y cobrar un tributo (cf. Mc 12, 13-17).
EL
PROBLEMA FINANCIERO. Contrariamente a lo afirmado a veces, Jesús, como buen hebreo, no condena el dinero. Lo respeta y
se preocupa incluso de contar en su actividad con una base financiera realista. Su pequeña comunidad tiene un tesorero designado
periódicamente (cf. Jn 12, 6; 13, 29), y se apoya en una especie de “instituto para el mantenimiento del clero: “Le
acompañaban los doce y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y de enfermedades: María, llamada Magdalena,
de la cual habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, administrador de Herodes, y Susana y otras varias que le servían
de sus bienes” (Lc 8, 1-3).
LA "RECOMPENSA EN LOS CIELOS".Jesús demuestra la “hebraicidad de su
forma mentis también al enfocar la vida del espíritu y la relación con el Creador, encargado de hacer justicia en todo. Nunca
olvida hacer presente la “ganancia” (aun cuando sea una ganancia ultraterrenal) como estímulo para las buenas
acciones: “Vuestra recompensa será grande en el cielo” (cf. Mt 5, 2; Lc 6, 23). Se preocupa de informarnos que
el Dios vivo y verdadero no es un seguidor de la ética kantiana y por tanto no estima que el desinterés sea la connotación
esencial y necesaria de la bondad moral de un comportamiento: “Tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará”
(cf. Mt 6, 4; 6, 17).
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